viernes, 11 de marzo de 2011

Diana

Tras una larga jornada de caza,
la tarde caía en el monte,
paseábamos entre las zarzas
y mis canes oteaban el horizonte.

Estando yo, entonces, en el bosque descansando,
me despertaron unas risas femeninas,
y para saciar mi curiosidad fui buscando
hasta dar con una imagen divina.

Allí en un claro en el bosque,
donde el río hace un alto en su destino,
se formaba una laguna enorme
antes de seguir su camino.

Había plantas, árboles, vegetación por doquier,
entre todos ocultaban ese misterioso lugar,
yo olvidé dónde estaba y qué tenía que hacer,
pues me envolvía lo místico y sobrenatural.

Había pequeñas hadas volando,
y se escuchaban lejanamente
las flautas de unos sátiros sonando,
enfrente, varias ninfas dispuestas especialmente.


No daba crédito a lo que mis ojos veían,
bellas y hermosas estaban nadando
y la imagen perfecta de una Diosa escondían
mientras todas ellas reunidas la seguían bañando.


Giré la mirada, pues ver aquella estampa era osado,
cerré los ojos y pensé si acaso estaba soñando,
miré a mis fieles seguidores allí posados
y al alzar la vista, tan bellas, allí seguían jugando.

Inmerso en la figura de la Diosa estaba,
y cegado por su belleza no vi venir
que un cervatillo joven se acercaba
junto a las aguas para su sed no sufrir.

Inocente ser que predecía mi destino,
si con aquel claro en el bosque no hubiese dado
muy diferente habría sido entonces mi sino
pues quizá la vida hubiera salvado.

Una postura de alerta, un lomo encorvado,
un aviso incesante de lo que allí iba a pasar,
un nerviosismo palpante y un pelo erizado
prorrumpieron todos en un sonoro ladrar.

Las hadas salieron volando,
las flautas dejaron de sonar,
las Ninfas a la Diosa tapando
se pusieron todas a gritar.

Mi figura del escondite saliendo
intentó a mis perros acallar,
el ciervo salió corriendo
y mis canes, de él, detrás.

Mi rostro suplicaba el perdón,
mis palabras mostraban lamento,
a la Diosa pedí compasión
mientras mostraba arrepentimiento.

A las ninfas, la Diosa, pidió privacidad,
ellas marcharon sin responder,
Ésta se acercó a mi con frialdad
y yo mi error tuve que reconocer.

Había ultrajado su mágico rincón,
sus virginales cuerpos observe sin aprobación,
aquel hecho sería mi perdición,
estaba a punto de comenzar mi destrucción.

Un dolor agudo me recorrió la espalda,
una sensación extraña noté en mi cara,
del puro temor empecé la escapada,
hasta que con una voz grité ¡Para!

La expresión se perdió en el aire,
el Céfiro se la llevó,
sentí pavor en mis carnes
de a lo que mi voz sonó.

No eran palabras,
no era poesía,
era un bramido
lo que de mi interior salía.

Mis manos ya no sentían,
mi rostro no era palpable,
mis ojos sin color veían,
me sentía muy vulnerable.

El bosque atravesé sin parar,
quería de todo aquello huir,
no podría escapar
si de allí no intentaba salir.

Un sonido familiar de lejos oí,
seguido de cincuenta iguales en conjunto sonar
la cuenta de por donde venía perdí,
pues estaba rodeado de un eco dispar.

¡Amigos!, ¡Mis fieles!, ¡Soy yo, Acteón!
nada más que bramidos y sonidos, ellos, escucharon
salir de lo más profundo de mi corazón,
pues todos mis canes hacia mí se arrojaron.

Y sin ningún tipo de compasión
ignorantes empezaron a devorarme,
pues mi cuerpo fue mi prisión
y mi verdugo, Diana al sacrificarme.

Yo fui castigado
y de mis perros su trofeo ganado
pues lamentablemente fui trasformado
en el cervatillo que antes me había delatado.

Ellos a Acteón, su amo, buscaban
pues la pieza de caza habían ganado,
yo a ellos no los culpaba
pues su trabajo habían realizado.

Todos los canes junto a mi cuerpo sollozaban,
gemían de pena, pues intuían que yo ya no estaba,
mi amigo y maestro Quirón a mis perros encontró
y para ellos, y en mi honor, una estatua de mí erigió.

E.
Basado en el mito de Diana y Acteón de las Metamorphosis de Ovidio.







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